lunes, 31 de octubre de 2011

ELEGÍA A UN PERRO

ELEGÍA A UN PERRO


PERMITIDME, por una vez, que me olvide de los hombres para glosar a un perro. Pero yo, que en esta noble especie muchas veces he encontrado lo que en la humana con frecuencia no se halla: ternura ciega, amistad exenta de toda preocupación y de todo interés, comprensión muda, cariñosa y honda, siento la necesidad de ofrendar la flor de un recuerdo sobre el frágil cuerpecito de un pobre can, que ¡hoy!, cuando los hombres han declarado en quiebra al sentimiento, supo de sentimiento morir.
No os riáis, amigos míos, de esta elegía emocionada, de estos renglones que mi mano traza. Si habéis convivido con perros, si a su lado habéis encontrado lo que todo el oro del mundo no basta a pagar, comprenderéis mi emoción, y la idea, bella en su esencia, que me guía. Si no habéis conocido ni apreciado nunca lo que es el cariño de un perro, disculpadme mi, para vosotros, ridícula emoción.
Lord Byron decía que su mejor, más fiel, más inalterable y más digno amigo fue un perro. En Londres hay un cementerio de perros y gatos en donde se recogen los restos de los pobres animales amados. Las inteligencias desprovistas de sensibilidad y las sensibilidades superficiales, ríen ante esta humanización conmovedora de las especies llamadas inferiores, ante esta comunidad sentimental de los hombres con sus hermanos menores. Pero yo encuentro en ello un fondo de bella moral, una manifestación del potencial amoroso humano, que se desborda sobre las otras especies y que en ellas encuentra acogida y repercusión.
¿Acogida? ¿Puede haber más emocionante, más tierna, más absoluta acogida que la que revela el hecho que mueve mi pluma en esta ocasión?
Hace pocos días, en Nápoles, un hombre murió. Este hombre tenía un perrito. El perrito permaneció a la cabecera de su cama durante toda su enfermedad y su agonía. Acompañó sus despojos al cementerio. Después se tendió sobre la tumba de su amigo, acompañándole más allá de la muerte. Lo echaron a pedradas los conserjes del cementerio. Triste y paciente, el pobre can volvió una y otra vez. Al fin, emocionados por sus tiernas ofrendas al hombre muerto, su amigo de ayer, lo dejaron permanecer sobre la tumba que él acompañaba con una ternura de que ningún ser humano sería capaz. Le dieron comida, y el can, meneando la cola, la rechazaba con la firmeza y la dulzura del que agradece las buenas intenciones, pero tiene ya tomada su resolución. Diez días permaneció el pobre animal sobre la tumba de su amigo. Ni lluvias, ni viento, ni la sed,  ni el hambre, se la hicieron abandonar. Al fin lo encontraron muerto. Muerto de tristeza, muerto de algo de que ningún ser humano hubiera sabido morir.
¡Oh, yo he llorado leyendo este fin tierno y sublime! ¡Yo he llorado, pensando en el dolor confuso y poderoso, en la tragedia muda y obscura, desarrollada en el alma del perro en estos días pasados guardando supremamente el sueño eterno del hermano hombre, del compañero que él ha querido acompañar hasta después de morir!

***

¿Qué ser humano habría llevado hasta tan lejos su cariño? Porque en este suicidio consciente, en esta búsqueda de la muerte, en este no querer sobrevivir al hombre que el perro quiso con ternura ciega, no hay solamente el simple sentimiento de fidelidad que se reconoce en los canes. La fidelidad no exige este acompañamiento de ultratumba. Fidelidad, sentimiento algo limitado y temeroso, no es el nombre que debe darse a este sacrificio canino. Hay en él una inteligencia, una voluntad, una casi sobrehumana conciencia que no pueden encerrarse dentro de esta frase vulgar y estrecha: fidelidad.
Amor, gran amor de especie a especie; gran amor absoluto y raro; gran amor más que humano, dando a la palabra humano su convencional sentido de superioridad.
¡Oh, aquel hombre tenía madre, padre, esposa, hijos, hermanos, amigos! Aquel hombre tenía seres que le querían, ligados a él por los lazos de sangre y de la solidaridad de la especie. Y, sin embargo, ninguno sintió tan poderosamente, tan intensamente su muerte como el pobre perrito, compañero insignificante, cosa casi olvidada en su vida. De todos los corazones que a su alrededor latían, de todas las vidas que existían junto a él, en donde mayor eco encontró el corazón suyo, la vida suya, fue en el corazón y la vida del perrito. Su viuda se casará dentro de un año; sus padres y sus hijos se verán forzados a olvidarle por la misma imperiosa necesidad de vivir; sus amigos pronto ni recordarán su nombre. Sólo el perrito, la vida obscura y muda, el corazón tan distante y tan cercano, le habrá hecho la ofrenda suprema, le habrá dado todo, todo lo que podía darle.

***

Se necesitaría la pluma dulce y poética, la ternura infantil y poderosa, la filosofía sencilla, cándida y primitiva, en grande e instintivo sentimiento indo de la comunidad universal de todos los seres creados, de un Rabindranath Tagore, o el naturalismo lírico y amplio de un Rudyard Kipling, para glosar la muerte de este perrito, para narrar sus largas horas, sus trágicas horas mortales sobre la tumba del hombre hermano.
Frágil y estremecido, el pobre cuerpecito tembló bajo la noche negra, bajo el enorme silencio mortal. Confusamente, en su alma de perro, el dolor debió poner subconsciencia y profundidad. Él sabía que bajo sus pies dormía el sueño eterno, se había hundido para jamás volver, el hombre que le acariciaba, que le daba comida; la vida, tan distinta, a la que él ligo la suya; el corazón, tan lejano, a cuyo unísono el suyo supo latir. Y sobre la tumba desierta, sobre la tierra húmeda y sin flores, la cabeza del perro se abatió. Dentro de él la idea obscura y fúnebre de la muerte debió formularse, envuelta en las nubes y la angustia primitivas.
En las noches interminables, los lúgubres aullidos del perro debían alterar el gran silencio de la noche, la paz fría y pesada de la mansión de los muertos. El ulular del can debió estremecer de espanto y de angustia a las personas menos supersticiosas. ¡Llamada desesperada, grito desolado en la noche infinita del cementerio!
El hermano perro llamaba al hermano hombre, al hermano hundido bajo la tierra para jamás volver. Y el hermano no contestaba, no contestaría ya nunca más.
El cuerpecito frágil se fue aplastando sobre la tierra húmeda y sin flores. La gran noche infinita fue lentamente cayendo sobre él. En su alma canina, rudimentaria, en su instinto agudo y exacerbado, debió adquirir forma y consistencia, trágica visión interior, la helada y única verdad.
Diez días y diez noches pasó esperando al que no podía volver, esperando a la que debía llegar… Diez días y diez noches temblando el pobre cuerpo, temblando de gran terror y de gran dolor. Diez días y diez noches esperando, esperando siempre, y no queriendo esperar… ¡Diez días y diez noches tardó en morir!...

***

Era un perrito, un vulgar perro casero… Pero bajo su pelambre insignificante, bajo su fútil estampa de plebeyo can, se escondía la aristocracia del sentimiento, la única, más rara y más preciada de las aristocracias.
Era un perrito, un vulgar casero… Pero en él la Naturaleza puso el tesoro y la ciencia suprema de saber amar. No siempre es la especie humana el arca del amor. Nosotros, humanos, de instinto pobre y reducido, de vacua inteligencia y sentimiento local, quizá no poseemos de un modo tan absoluto y desarrollado como ese can el amor de especie a especie, amplio, generoso e impersonal.
El corazón de este perro, pequeñito y vulgar, debía ser una máquina maravillosa; en él la Naturaleza puso un tesoro de sensibilidad. Dentro de él, de su vida de can y de su alma tan rica, cupo, confuso e infomentado, instintivo y desconocido, el gran concepto de amor inter-universal.
¡Oh, no vacilo al lanzar esta afirmación osada y desconcertante, esta afirmación digna de un loco y por ello profética y genial!
Pero no quiero manchar el recuerdo de este pobre perro, no quiero obscurecer el resplandor sentimental de su fin, sacando de él vacías consecuencias filosóficas, intrascendentes trascendencias de ocasión. Lo conmovedor de su muerte, la humilde e ignorada suntuosidad de su corazón, tienen más perspectivas y más sugestiones que todas las humanas filosofías, aun no libertadas de Aristóteles, porque en ello hay ya la raíz de todo un sistema filosófico, desencantado y pacífico, melancólico y un poco burlón, que puede concretarse en un párrafo, con un signo interrogante al principio y unos suspensivos al final…

FEDERICA MONTSENY

Publicado en Revista Tiempo Animal No. 2

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