Ernesto Sábato
Supongamos que una raza superior a la nuestra
invadiera la Tierra ,
nos sojuzgara, nos utilizara para cometer experimentos científicos con nuestros
niños, extirpándoles el páncreas o la glándula tiroides o les inyectara células
cancerosas para ver qué pasa; o sea lo que hicieron los médicos nazis en los
campos de concentración con los judíos.
¿Qué diríamos, quién haría caso de nuestros
gritos y aullidos, del horror que sufrirían los padres o novios de los
sufrientes?
Esto es exactamente lo que pasa en los países
avanzados de nuestro planeta con los perros, cobayos, conejos y monos. No sólo
en las naciones científicamente más destacadas, también aquí.
Millones de indefensos animales sufren y
mueren cada año en hospitales y centros de investigación de todo el mundo y
cientos de miles de estos sacrificios se realizan en nuestro país. Diversas
especies son envenenadas, infectadas, contagiadas de cáncer y sometidas a
cirugía experimental.
La discusión de si estos experimentos son
necesarios desde el punto de vista científico demuestra la amoralidad de la
ciencia, ajena a principios religiosos o éticos. Esa ciencia que según creían
los deslumbrados fanáticos del progreso iba a resolver no sólo los males
físicos del hombre sino también los metafísicos.
En este ocaso del siglo XX, animales
esclavizados, enjaulados, indefensos e inocentes -como sólo pueden serlo los
animales- son atormentados hasta la muerte, lo que revela que el famoso
progreso –que ellos escribían con mayúscula- nada tiene que ver con los
supremos valores del espíritu humano.
¿No es hora de volver la vista hacia esos
pobres seres que San Francisco de Asís consideraba como sus hermanos?
Reproducido en Revista Tiempo Animal, no. 1, México, 2008.
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