Ernest Coeurderoy
*Publicamos a continuación extractos de "La Corrida de Toros en Madrid", un ensayo histórico escrito por el revolucionario Ernest Coeurderoy en 1853, que amablemente nos envió Claudio Albertani. Tendremos otra ocasión para publicar y comentar todos los méritos de este valioso documento.Madrid, julio 1853. [Publicado en Revista Tiempo Animal # 2].
“Los animales, según la correspondencia,
representan los afectos; los animales
útiles, los afectos positivos”.
Swedenborg
Es en las grandes manifestaciones de su vida pública donde se refleja en profundidad la manera de ser de un pueblo. En Francia tiene que haber una revolución; en Suiza, una fiesta cívica; en Inglaterra, una apasionada competición a campo traviesa; en Italia, museos y teatros repletos de gente; en España, la corrida de toros.
Aunque los hombres abandonan de manera bastante rápida sus costumbres ante las exigencias del progreso, las naciones se resisten mucho más. Cada fiesta extrae sus raíces más profundas en las tradiciones y tendencias. Al pertenecer a la colectividad, las celebraciones nacionales no son propiedad de ningún individuo; sólo el tiempo las hará caer, quizás, en desuso. Es por esta razón, que mucho tiempo después de que se hayan olvidado lo que eran usos de la vida cotidiana, modificados los idiomas y alteradas las costumbres, se conserven todavía las fiestas populares como un testimonio donde consultar la historia y como un homenaje que las generaciones actuales rinden a las que le han precedido.
Esto es lo que sucede en la actualidad en España, situada desde hace algún tiempo y a gran velocidad en la rápida pendiente que recorre la civilización. Mientras que los aires de la revolución barren sin piedad sus costumbres, su lengua, sus cánticos y bailes; sus fiestas tauromáquicas se conservan todavía en todo su esplendor.
Toda la idiosincrasia española la podemos encontrar aquí. La corrida es la gran diversión valorada por el pueblo, muchísimo más que las preocupaciones políticas, que desprecia los bailes, el teatro y las procesiones religiosas que se sitúan tímidamente en un segundo nivel en el orden de sus distracciones preferidas.
El obrero prefiere no comer durante un día, vender su ropa, dejar a su familia en ayunas; lo olvida todo con tal de poder asistir a una corrida. La más alta virtud no se resiste a la atracción que representa una entrada conseguida de cualquier manera posible. El anciano se hace acompañar y las madres llevan a sus hijos desde que se pueden poner en pie. Durante este día, no hay lugar para otras ocupaciones, negocios, amistades u otros placeres. Durante las cuatro horas que dura la función, parece como si el corazón de la ciudad se hubiera desplazado desde el centro para batir con todas sus fuerzas en un circo en el más alejado de sus arrabales.
El verdadero rey de este país es el hombre que mejor clava la larga espada en medio de la espalda de la bestia; el trono, de verdad, es el cadáver del toro. Las simpatías del público, las alabanzas de la opinión, los más tiernos sentimientos, los obsequios reales son para los matadores famosos, Montes, Cúchares y Chiclanero, nombres que repetirá la posteridad hasta que haya olvidado a todos los demás.
Estoy convencido de que la manera más fácil de provocar una revolución en España es prohibiendo las corridas de toros. Este pueblo lo aguantará todo: la miseria, el hambre, el cólera, siete años de guerra atroz, conmociones y penalidades sin fin. ¡Desgraciado el gobernante que osara meter la mano en los placeres y lujos que son el alma de su vida!
Hay que reconocer, por más contrario que uno sea de estos espectáculos sanguinarios, que no existe en el mundo espectáculo que iguale en magnificencia lo que es una corrida de toros en la muy heroica capital de las Españas; nada puede generar en el alma humana emociones tan fuertes, tan terribles; ni Shakespeare pudo imaginar drama más repleto de peripecias.
II
¡¡Escuchad y mirad!! – Suenan los clarines–. El excelentísimo ayuntamiento ocupa, en la parte central del circo, la tribuna que tiene reservada y adornada con los colores de España: oro y púrpura. La arena es inmensa. Cual glorioso anfitrión de cualquier fiesta del sur, el sol cae plomizo sobre los anfiteatros repletos de espectadores. No queda ni una plaza libre, ni se encuentra un rostro triste. ¡Cuánto lujo! ¡Qué profusión de colores frescos en los vestidos de cuentos de hadas! ¡Qué cantidad de parasoles y abanicos graciosamente agitados! ¡Cuánto oro en manos de los niños! ¡Cuánta seda, diamantes, blanco y escarlata!
Es una impaciencia, un delirio, un entusiasmo, una explosión de exclamaciones ruidosas, una alegría, una locura inigualable, una situación frenética. La fiebre recorre el recinto tan rápidamente como lo haría una descarga eléctrica que podría reproducir las conversaciones, los proverbios, las ocurrencias soltadas al azar sobre cualquier detalle serio o insignificante de este drama.
Para intentarlo, deberíamos poseer este verbo castellano tan plagado de ironía y suposiciones; deberíamos poseer la ciencia de la tauromaquia. Habría que iniciarse en todos los secretos de esta lengua tan expresiva, elegante, rica, suave, musical, que da la impresión que es única después de haberla oído salir de entre los blancos dientes de las chicas de Madrid. Haría falta saber vivir, sentir, amar como lo hace este pueblo orgulloso, que es a la vez, el más sobrio y artista de los que Europa acoge en su seno.
Dejo para los escritores en quienes todavía domina el amor propio nacional, que reinicien una vez más la estéril y eterna discusión de quién es superior, si Francia o España; esta rivalidad pertenece al pasado, es ridícula entre naciones con tendencia a unirse. No tiene ningún sentido hoy en día cuando las costumbres y las lenguas se confunden, cuando los hombres se relacionan entre ellos de una parte a otra del mundo gracias a los descubrimientos de este siglo, a las permanentes relaciones comerciales e industriales y a la cantidad y rapidez de las vías de transporte. Para mí, gitano del socialismo, hijo de Francia por nacimiento, pero hijo de la humanidad por mis actos, creo que no hay pueblo superior, inferior o igual a los demás; sino que todos son distintos y que la armonía del conjunto es un resultado de esta diversidad. Si existiera una nación que no se distinguiera de las demás, no tendría razón de existir; sería inútil y condenada a desaparecer, ya que los pueblos inútiles no tienen futuro. ¡Olé por el coraje, el espíritu, las artes y el amor de esta tierra de fuego donde combatió el Cid, pensó Cervantes, pintó Murillo y donde Byron concibió la idea del más inmortal de sus poemas! ¡Que sus hijos se sientan orgullosos, no tienen nada que envidiar a los demás!
III
Pero, ¿a qué se deben estos fastos? ¿Por qué la Calle de Alcalá rebosa de gente, de militares, de caballeros y de coches como durante la revolución? ¿Por qué este despliegue de las grandes ceremonias?
De manera involuntaria, mi pensamiento me recuerda los torneos de la Edad Media en los que la lanza chocaba contra la lanza, donde el caballero buscaba entre las grandes damas la belleza que vestía sus colores. O también lo podemos dirigir hacia uno de aquellos combates singulares en los que Dios dirimía entre dos campeones ilustres.
Por desgracia, no se trata de nada de esto, sólo se trata de una faena de matadero. En esta lucha, una decena de carniceros matarán a golpes un pobre animal y Dios estará de la parte de los culpables. Respecto a estas pequeñas burguesas vestidas de castellanas, os pertenecerán, como a otros, si os las podéis pagar. Aquí el papel del bueno lo ejerce la bestia; todos los seres humanos reunidos en el recinto son mucho más fieros que el toro que va a morir.
IV
De nuevo, resuena la charanga. Dos alguaciles vestidos de negro avanzan montados sobre dos corceles andaluces. Se descubren y se inclinan ante los miembros de la municipalidad. ¿Cuál es su petición? Que se les permita introducir en el circo la horrorosa muerte cuyo color visten.
Después de los alguaciles, como una jauría de perros de presa sin bozal, desfila la banda sanguinaria. Estos hombres visten los trajes españoles más caros; algunos de ellos llevan encima más de dos mil francos de sedas, panas y lentejuelas de oro y plata.
Ya tenemos a los matadores con su sangre fría, los ágiles banderilleros y los picadores subidos a rocines enjutos y rápidos como rayos. También están las mulas con sus tapicerías flotantes y sus mil cascabeles sonando. A continuación, se sitúan sus conductores que tratan de dominarlas y, al final, la masa de toreros cual mastines ávidos de carnaza. –Todos se apresuran y arden en deseos de expandir sangre–.
Al final, las llaves del toril se ponen en manos de los alguaciles; se han cumplido todos los formalismos legales; a partir de ahora el hombre ya puede matar con toda tranquilidad. Los toreros se dispersan por la arena agitando los trozos de tela brillantes, espoleando los caballos, esperando al enemigo.
V
Se abre una puerta. ¡Hele aquí! ¡Hele aquí! Es el toro. Y de un salto, el animal se coloca en el centro de la arena.
Le recibe una multitud de gritos: ¡Qué grande! ¡Qué fuerte! ¡Qué silueta tan esbelta! ¡Es un buen toro! ¡Un toro de lucha! –Se repite su nombre y el nombre de la ganadería y los nombres de los animales de la misma raza que lucharon fieramente antes que él–. Se le provoca con los puños, se le grita, se le silba por todos lados, lo persigue el griterío de odio y de muerte. Entre toda esta inmensa muchedumbre, no hay ni una mujer, ni un niño que derrame ni una sola lágrima de piedad por la vida del pobre animal o que voluntariamente quiera privarse del espectáculo de su muerte.
El animal se para. Él, que hasta este momento ha corrido libre entre prados sin barreras, se extraña de encontrarse solo entre tantos hombres reunidos en un sitio tan pequeño; escucha todos los gritos en medio de la confusión; aspira el aire cargado de electricidad, de calor y de perfumes; alza las orejas, abre las cavidades nasales, se golpea los lomos con la cola.
A continuación y poco a poco, las exclamaciones llenas de furia, los colores provocadores y el sonido ensordecedor de los instrumentos de cobre logran irritarlo. Se estremece sobre sus fuertes muslos, los ojos se le llenan rojos de sangre… Y bajo sus pezuñas delanteras, hace volar el polvo.
¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Desgraciado al que le alcance!
¿Por qué huís pandilla de toreros deseosos de éxitos? ¿Por qué saltáis por encima de las barreras y no lo esperáis? Este sería el momento para hacer que se arrodillara frente a vuestro valor.
El noble animal es digno de vosotros; preguntad a los rudos pastores que lo vigilaron cuando pacía en las orillas del Guadiana, si se amedrentó frente a cualquier hombre; preguntadle si es cobarde o si alguna vez dejó que se acercara cualquier rival a su blanca pareja.
No lo atacarán. Desplegarán delante de sus pies un paño brillante para excitarlo y averiguar sus intenciones. Como un enjambre de moscas revolotearán a su alrededor, lo pincharán, lo apretarán por todos lados, por delante y por detrás, avanzando, reculando, reculando cuando se sientan amenazados.
VI
Mientras, el picador ya ha tapado los ojos a su caballo, le espolea sin descanso y lo dirige frente al toro.
¡Ahora! ¡Ahora! El animal se hecha para atrás, se repliega en sí mismo y se lanza con la cabeza gacha contra el grupo. Pero el hombre lo espera bien ensillado y con la madera resistente de la pica. El toro cede; ha sentido el hierro morder su cuello.
Ya ha brotado la primera sangre. El toro, furioso embiste contra los paños que le presentan. Hombres y animales se animan hasta la rabia.
¡Ahora! ¡Ahora! Los adversarios se encuentran de nuevo, el animal embiste de nuevo al hombre, brota sangre una segunda vez. Pero la pica se rompe en las manos del caballero. Hombre y caballo son arrastrados por un golpe de la cornamenta y el toro rastrea entre la carne viva.
Todo el mundo se levanta, todos han estirado el cuello y abierto la boca. Los hombres aplauden, las mujeres piensan en la oportunidad de un grito desgarrador. Oh, ¡qué bonito!, algo sublime, emoción de verdad, ropa rota, heridas y destripamientos. No cabe duda que morirá algún hombre: no hay una buena corrida sin este requisito.
Pero, ¿qué sucede? Todos vuelven a sus puestos. El toro se cansa de atacar antes de que las mujeres se cansen de verlo. El corcel huye galopando por entre sus entrañas y dejando un largo trazo de sangre. El picador, armado con su hierro se levanta pesadamente. Le devuelven su montura; la utilizará hasta la muerte.
Dos veces, tres, el toro embiste a los caballos. Cada vez sale herido, cada vez hunde sus cuernos en los costados: cada vez el circo exhala un clamor apasionado.
Por todos lados, liberados de sus estribos, algunos caballos se debaten en convulsiones agónicas.
VII
¡Se afilan los hierros de las banderillas, se las decora con papeles de colores y se las impregna de pólvora fulminante!
¡Ahora! ¡Ahora! Esta vez son los hombres los que corren delante del toro, que lo provocan y, cuando éste quiere atacarlos, le clavan dos dardos iguales en el cuello al mismo tiempo que huyen.
El toro aúlla y se retuerce sobre sí mismo, el hierro y el fuego. La impresión de sufrimiento ha llegado hasta lo más profundo de su corazón: todos sus miembros tiemblan, la espuma sale por sus orificios nasales que, a la vez, sangran; se agita en todas direcciones pasando de manera rasante al lado de los pechos de los toreros que discurren como flechas.
¿Quién explicará sus excesos de furor y sus instintos de venganza? ¿Quién dará cuenta de los deseos de muerte que le embargan?
¿Qué tienen en contra mía estos hombres? ¿Qué les he hecho y por qué me atacan de esta manera? ¿Qué tengo de común con ellos? ¿Cuándo acabará este suplicio? ¿Qué decisión tomar? ¿Vender muy cara mi vida? ¿Embestir los grupos más compactos y todo lo que se me cruce?
Esto es precisamente lo que quiere el toro. Luchará hasta morir. Pero sus atacantes son insaciables y desde el momento en que se les acerca, se esconden dejándole sus dardos como recuerdo.
Sin aliento, agotado, exhausto de dolor, cosido de flechas y cubierto de sangre, el toro da la vuelta a la barrera unas veces haciéndola temblar con su cabeza, y otras, intentado saltársela de un brinco.
¡Qué cobardes son los hombres! Afirman que los animales no tienen alma y reaccionan ante los últimos gemidos del animal con estentóreas exclamaciones de risa. ¡Ahí están, más salvajes que las fieras, que le acechan con golpes de bastón en el recinto donde buscó refugio para morir!
¡De muerte! ¡De muerte! – Nunca ningún toro salió vivo de las arenas de España. Aquí se cree que la piedad es una deshonra–.
VIII
El tambor retumba como si acompañara un cortejo fúnebre. Un hombre avanza hacia los magistrados; con su mano izquierda sostiene un paño escarlata que cubre una larga espada. Al llegar allí, levanta su mano derecha para realizar un vergonzoso juramento:
“¡Me comprometo a matar esta bestia feroz en honor de la Reina Isabel II, y si no lo logro, esta bestia me matará; lo juro ante Dios!”
¡Ah! ¡Si este Dios que tomas como testigo fuera justo, tú, matador imbécil, morirías!
Muchos, demasiados hombres alabarán la intrepidez y la sangre fría de este famoso carnicero; muchas mujeres se abrazarán a su cuello de toro, el pueblo celebrará una fácil victoria. Pero, para mí, su porte y su rostro son innobles, afirmo que comete un acto infame y que es tan abominable como un verdugo.
Analicemos esta frente baja y estrecha, estos pómulos salientes, este cráneo reducido hacia atrás, estos ojos minúsculos hundidos en sus órbitas. Y, decidme si ante esta visión bestial, puede haber otra cosa que sed de sangre, una vanidad estúpida e instintos feroces.
Realiza el atroz juramento; el corregidor lo acepta con gran deferencia. Significa que la espada es más que él, más que el rey, que el verdadero verdugo, que todo lo que se respeta sobre la tierra.
El matador se quita la moña de la cabeza; avanza hacia el centro del circo enseñando el paño rojo al toro rabioso. El animal se lanza. El hombre evita la colisión varias veces intentando distraerle con la muleta. Pero, aprovechando que el toro baja la cabeza, de un golpe, le atraviesa el pecho.
El golpe ha surtido efecto: se ven afectados los órganos vitales; la sangre brota a través de los dientes mezclada con espuma. El toro da todavía algunos pasos tropezando con sus patas como si estuviera borracho. A continuación, rastrea el suelo como buscando un sitio donde descansar en paz y, exhalando un gran suspiro al caer sobre sí mismo, muere. El vencedor seca su espada.
¡Aullad fanfarrias! ¡Que resuenen las trompetas! ¡Honor y gloria al gran Montes! ¡Ofrecedle aplausos, puros y flores! ¡Que las mujeres hermosas le dirijan sus sonrisas! ¡Que viva su espada!
IX
Queda pendiente la tarea de retirar a las víctimas, pero el público, insaciable, ya está pidiendo otros sacrificios. La orquesta reparte sobre la muchedumbre verdaderos torrentes de alegría. Oigo las cadenas de las mulas que se están llevando al primer caballo muerto, le pasan una cuerda alrededor del cuello.
¡Hasta! ¡Hasta! Suenan los latigazos, los colores nacionales cubren la cuádriga que se precipita al galope por la puerta principal del circo.
¡Hasta! ¡Hasta! El toro es el último al que se retira. Hay que borrar los restos de sangre que va dejando, no debe quedar rastro. La arena vuelve a estar limpia, está bien. Pero la conciencia de los hombres guarda el recuerdo de los crímenes mucho más tiempo que la arena.
X
Hay algunos toros –muy pocos– que se niegan a atacar al caballo debido que a lo mejor en aquel momento, su estado de ánimo no está para la lucha o a lo mejor porque recuerdan que hasta hace muy poco pacían juntos y en paz.
Estos son los cobardes: ¡Cobardes! ¡Cobardes! Morirán de la muerte que merecen los cobardes, de la muerte ignominiosa. Lo quieran o no, deben luchar y a continuación, morir.
Sueltan en medio del circo siete u ocho bulldogs. Estos persiguen y acosan al toro. Unos atacan el cuello; otros, los lados; otros, las patas. La mayor parte, guiados seguramente por un instinto, pasan por entre las piernas de atrás y le desgarran las mismísimas fuentes de la fuerza y de la vida.
Es un dolor horrible. Fuera de sí, el toro lanza dos o tres perros por los aires y los revienta cuando caen, pero pronto desfallece vencido por el número. En este momento, se le acerca un hombre por un lado; le clava la espada entre las costillas y cae muerto.
Es una tortura todavía más terrible. Hace falta haber sido testigo de esto para hacerse una idea de a dónde puede llegar la barbarie del hombre llevada hasta el delirio.
Cuando la espada no logra matar al toro de manera suficientemente rápida como lo exige la impaciencia general, se genera un grito que parece raro, lanzado por los aficionados más escrupulosos: ¡La media luna! ¡La media luna!
–La Media-Luna es una especie de hoz redonda afilada en su parte cóncava–.
Poco a poco va creciendo el vocerío, cada vez más siniestro, inmenso, imperioso. El corregidor acaba por acceder a las peticiones del público y los toreros dolidos por su impotencia, deben obedecer las órdenes que reciben.
De repente, el animal desfallece, sólo le quedan tres piernas, pero incluso mutilado, se enfrenta al enemigo. Se cae de nuevo. Todavía dos o tres veces, pero el corte de la hoz en su cuello le quema las articulaciones heridas.
Ahí tenemos a la noble bestia que se arrastra sobre sus pezuñas y se defiende más fieramente que nunca.
Nada molesta más al hombre que la contemplación de su propia vergüenza. Mientras el cuerpo del toro permanezca en la plaza, el matador no podrá sacarse de encima la causa de su deshonor.
¡Acabad con él! Me vi gritando, pues esta carnicería es de las que no se pueden soportar.
¡Quedaba todavía una vuelta en la tuerca de la muerte! Llega el momento del cachetero. –Cada escena de la muerte debe estar protagonizada por un actor preparado–. El hombre, en negro, se sube a la espalda del toro y le clava con gesto decidido un puñal muy fino en medio de las dos primeras vértebras, el golpe es definitivo.
¡Cuando uno ha presenciado esto, no le queda ya nada por ver!
XI
En este siglo de materialismo decente, en el que las tiranías más patéticas y las modas más incomprensibles triunfan gracias a la apatía generalizada, podemos hallar costumbres desfasadas y modos de sentir de los que nos avergonzaríamos si fuéramos capaces de confesar la desgracia de haberlos tenido.
Que un hombre pose como si fuera un tribuno en el recinto de una asamblea forma parte de lo cotidiano, no es normal pero parlamentario. Si el mismo hombre adquiere relevancia en el espacio público, se le tolera: es una posición importante que da derecho a los homenajes de una burguesía perezosa. En el ejercicio de estos roles, se instala fácilmente la ambición, se arrastra tras de sí a todo un partido. Tarde o temprano esta dedicación hallará su recompensa.
Inscribirse en el movimiento para la emancipación del sexo débil queda bien y es correcto; los fariseos al fin y al cabo son gente de mundo, y gracias a Dios que todavía quedan mujeres bonitas y agradecidas. Si alguien pregunta por la situación de los hijos se le puede dirigir al patronato de San Vicente de Paúl que los acoge, al de M. Dupin que logró reducirles las horas de trabajo y al de M. Carnot que defendió siempre costumbres muy liberales referentes a las reformas de la instrucción pública.
Pero que tengamos que invocar los sentimientos de los hombres frente a las bestias, aunque sean las más grandes, las más salvajes, que se nos despierte la simpatía por un toro, es que estamos fuera de juicio como lo estaba el pobre de Jean Jacques o las sociedades amantes de los animales de la época.
Por lo que a mí respecta, he despreciado la opinión general, que es un tirano de mil cabezas, que los más sencillos nunca podrán derrotar. Siempre he pensado que si no se tenía al público en contra, se era responsable de sus injusticias. Y si alguna vez he claudicado, no lo fue para mendigar favores, sino para conseguir las emociones que necesitaba. No me siento obligado a esconderlo ahora como tampoco lo sentí en el pasado.
Soy distinto del resto, y esto que digo me gustaría no fuera algo pretencioso y superficial ya es hora de que los hombres se liberen de este pretencioso modelo que se llama educado, la opinión moderada, la costumbre, las conveniencias... Y yo qué sé más.
Me pongo del lado del toro, parece bestia, pero es lo justo. Me constituyo en su abogado defensor ya que no habla nuestro idioma, porque podemos aducir que no entendemos sus gemidos de dolor. Mientras el hombre que sufre puede levantar el brazo, mientras la mujer y el niño pueden conmovernos con sus llantos y es imposible que las quejas humanas no tengan eco cuando son unánimes.
No se me podrá acusar de ambicioso bajo ningún pretexto, ya que frente al hombre que se ha otorgado a sí mismo el título de rey de los animales supuestamente por derecho divino, todo el esfuerzo que conlleva mi intriga me eleva a un nivel más eminente de dignidad.
XII
No me gusta hablar de lo que no conozco. Como quería escribir sobre las corridas de toros, me propuse asistir a unas cuantas durante mi estancia en España.
Bueno, pues cada vez que salía de este circo me reprochaba haber participado en aumentar el número de curiosos y además estos días los considero los peor utilizados de mi vida, ya que purgué los ratos de emoción con terribles pesadillas de caballos desparramados, de perros que se peleaban en el aire, de hombres muertos y de toros amputados.
Si tuve estos sentimientos, estos sentimientos humanos se deben a que lo soy, hijo de mujer. Y estoy seguro de no haber sido el único en tenerlos y qué más da, aunque fuera el único en sentirlos, estaría obligado a decirlo.
Me pregunto qué tiene de extraño el hecho de que un hombre cuyas impresiones no se han visto todavía viciadas por la costumbre se escandalice al ver las corridas de toros.
¡Estas fiestas son espléndidas y este pueblo tiene el genio de las grandes ocasiones! Los hombres son temerarios, las mujeres son encantadoras y la alegría de los niños es contagiosa. Cierto, estas costumbres son brillantes, la arena inmensa, el sol radiante, la multitud entusiasta y feliz.
¿Pero es suficiente? ¿Todas estas cualidades se dirigen hacia un fin que podamos aprobar? Mi respuesta es: NO
No, no es bueno que los niños se acostumbren a tales espectáculos; no es bueno que se les haga tocar con los dedos las entrañas todavía humeantes y que ensucian una arena ensangrentada.
El olor a sangre emborracha y esta borrachera es loca. Cuando un hombre es capaz de sacrificar un animal sin reflexión, sin remordimientos, se acostumbra pronto a perderle el respeto a la vida de su semejante: el que está entrenado para utilizar la pesada espada encontrará, en otra ocasión, muy ligero el cuchillo entre sus manos.
Se comenta que las corridas sirven para desahogar la energía del carácter español, su fuerza indómita, este odio que tienen frente a cualquier dominación extranjera y que ardía en el pecho ya fuera de Viriato o de las mujeres de Zaragoza la invencida. Esto no es así: una cosa es la audacia vanidosa de un histrión de circo poseedor de un coraje calculado y otra la permanente resistencia de un Pelayo o de un Padilla.
El primero sabe a lo que se expone, conoce el terreno, el golpe que da hoy volverá a darlo mañana, y si tiene cierta habilidad en el arte de matar, morirá tranquilamente en su cama. Los segundos, al contrario, se enfrentan a diario a nuevos peligros, les persiguen las heridas, la desgracia y los asesinatos; su cabeza está permanente en juego en la ruleta de la fortuna que gira a ritmo de vértigo y que levanta y baja y expulsa todo lo que encuentra.
Además, ¿quién sería capaz de comparar al asalariado que mata animales que no le han hecho nada con el que lucha para liberar a su país oprimido?
En los circos de España podemos recibir lecciones de intereses inconfesables o de crueldad; allí no se enseña patriotismo ni grandes ideales. Es en el marco de estas arenas que los más valientes de Iberia desviarán su valentía hacia este furor desmesurado que han demostrado durante las últimas guerras civiles.
¿Acaso no os producen horror estos soldados que amputaban miembros a los hombres como hacía Abeilard, que cortaban las cabezas de los niños, que fusilaban a las mujeres, que echaban los viejos a los perros y acorralaban a Mina, Torrijos y Valdés como si fueran bestias salvajes? ¿Acaso no tembláis ante la lectura de estas represalias, sin duda, injustas, atroces y reincidentes? O bien, ¿Os gusta la España de Isabel la Grande y de Carlos V retrocediendo de esta manera a la barbarie, la carnicería? ¿Acaso entre todos los hombres que han participado en esta execrable guerra hay alguno que pida perdón a su dios cuando hace las plegarias de la noche?
Éste es el resultado de los juegos de circo. La sangre llama a la sangre. Es inexcusable que el hombre juegue con la vida de la que no conoce ni siquiera la esencia: si las ejecuciones de toros son necesarias para mantener el coraje de España, entonces, peor para ella. La visión de un espectáculo bárbaro nunca ha hecho nada distinto que provocar instintos indeseables en el corazón del hombre.
Pero, por suerte no todo es así, esta tierra tan ardiente tiene excelentes tradiciones, mucha fuerza en los brazos y pasión en los corazones para que los españoles no tengan que ir a las escuelas de tauromaquia para recibir lecciones de valor.
XIII
Al fin y al cabo, la guerra, la noble guerra, la brillante y famosa guerra llena de sangre y de botín no es otra cosa que una lucha de circo con la tierra como coliseo, y en vez de toros, hombres cuya locura y vanidad son explotadas por los déspotas. En el seno de esta Europa que la admira hoy en día, esta antigua Minerva gastada por el vino, enflaquecida por las carnicerías, se retuerce desesperada, atrapada en un collar oxidado.
¿Quién sino estos restos mutilados que se amontonan en los hospitales de los inválidos de todas las naciones; desgraciados instrumentos de gigantescas ambiciones? ¿Quién sino los sectarios ignorantes procedentes de una tradición feroz, los imbéciles adoradores de enseñas que recuerdan la sangre, los adoradores de este gorro frigio y de este tricornio imperial ante los que Francia tomada por el delirio quería que se arrodillasen todos los pueblos?
Es verdad que nuestros antepasados fueron grandes y llenos de audacia cuando decidieron abrir el camino de la libertad con el hierro del terror. Pero pagaron con sus cabezas estas falsas creencias, y nadie puede cuestionar la sinceridad de los hombres que mueren por su fe. También el patriotismo y la paciencia de los pueblos que se coaligaron contra Francia fueron admirables defendiendo, durante más de veintidós años, sus fronteras de la furia de nuestra ambición, ¡y salieron vencedores de esta lucha de titanes!
Pero dejemos para la historia, la sepulturera del pasado, el trabajo de hacer justicia a las generaciones muertas. Que decida sobre lo que fue fatalidad o voluntario, ignorancia de los tiempos o la buena voluntad de los hombres, el amor a la patria o la dedicación a la Revolución.
¡Alabada sea la paz! Nos encontramos lejos de los tiempos de las carnicerías voluntarias. Que cada nación europea se dedique a borrar todos los recuerdos. Como pioneros del futuro, debemos girar nuestro rostro de la sangre vertida, no vaya a ser que con el olor que exhalan los cadáveres hallemos la sed de innombrables represalias.
La ciencia funciona. En su encarnizada lucha contra Dios, la humanidad conquista rápidamente las cumbres que la llevarán hasta su trono; se dirige hacia el aire, reconduce los torrentes, descarga las nubes, oscurece los relámpagos. Ya no tiene marcha atrás.
Ya sea en la prosperidad como en la desgracia, los ciudadanos de cualquier país se dan la mano. Entre España y Francia, los Pirineos se han allanado, no por una alianza entre los reyes, sino por la de los hombres. Los privilegiados y los desheredados de ambos lados son solidarios; entendieron, por fin, que no hay razón para marcar fronteras entre los hombres, sino más bien derechos entre individuos: al mismo tiempo que la guerra internacional es imposible, se generaliza la guerra civil. En el futuro, no habrá otras luchas decisivas sino es entre la Reacción y la Revolución universales.
Soy consciente, y fui el primero en escribirlo, de que existe en el norte una Nación que no ve las cosas así y que las demás naciones no podrán resistir una invasión suya. Pero la guerra de los emperadores sólo será un incidente en el contexto de la gran lucha social; desde el momento en que Rusia se convierta en un país occidental más, su vida será suya; sus disputas e intereses, los suyos. También ella llevada por las urgentes necesidades de su organismo entrará en una guerra civil, la guerra para la consecución del pan y la libertad y bajo su mano salvaje saltará por los aires la vieja civilización.
XIV
Me gusta observar el combate entre dos animales de igual fuerza cuando se precipitan el uno contra el otro con sus crines erizadas y sus flancos levantados crecidos por la cólera. La naturaleza les ha concedido las mismas armas, la misma valentía y las mismas astucias; se hallan en igualdad de condiciones. Este espectáculo me emociona sin provocar en mí la irritación que siente cualquier hombre justo ante una lucha desigual en la que uno de los rivales está seguro que va a ganar y el otro que va a morir.
Confieso, aunque pueda parecer cínico, que en las corridas de España mi simpatía está del lado de los caballos y del toro y todo mi odio se dirige hacia el hombre. No sufro en absoluto cuando el autor de estas muertes infames es herido y lloro cuando veo el caballo arrastrando por el suelo sus entrañas, cuando el toro escupe su alma luchadora entre bocanadas de sangre.
XV
No sé cómo expresar el daño que me produce esta crueldad completamente inútil. Soy cirujano: puedo cortar la pierna de un hombre sin sentir nada porque sé que lo salvaré, pero me produce una enorme tristeza ver apalear un animal. Se nos objeta que no podemos comparar lo que significa la vida de unos cuantos toros frente al disfrute que su muerte produce en todo un pueblo. Pero yo me pregunto si este disfrute es natural; si acaso los niños, la primera vez que soportan este espectáculo no lloran; –si no necesitan todas las lecciones de sus padres, el respeto humano y la costumbre para ayudarles a superar este trago–; finalmente si vale la pena combatir tales repugnancias puramente instintivas...
Se adelanta una razón que de entrada es falsa; sugieren que el toro no sufre en absoluto porque no puede prever el futuro que le espera, y que solamente si intuimos la muerte es cuando sentimos pánico.
¿Acaso sabemos algo de los últimos momentos de las angustias de los animales? Seguramente habrás tenido en tus manos una perdiz herida, habrás visto montones de pequeños pájaros sacados de los nidos por algún niño cruel, te habrás detenido ante la puerta del matadero cuando los pastores introducen sus rebaños. Y esta visión, ¿no te ha revelado que las bestias estaban anonadadas por el miedo a la muerte? ¿Acaso no temblaban? ¿Acaso no lanzaban gritos de pena ante el futuro que se les venía, advertidos como lo estaban por un instinto que no engaña?
Con todos sus estudios y su filosofía, ¿qué sabe el hombre de la muerte más que los animales? ¿Acaso la prevé con antelación? ¿La puede esquivar? ¿Acaso no le teme como el resto de los seres del mundo, él que debería ver más bien en ella una fuente de vigor y fecundidad?
Mantiene que los animales no tienen alma. ¿Quién se lo ha contado? ¿Acaso hablan su idioma? ¿Entiende el de ellos? ¿Ha convivido con ellos de tal manera que pueda hacerse una idea de cómo se ven ellos mismos? ¿Quién sabría descifrar todo lo que hay de poesía en los cantos nocturnos de un ruiseñor, de amor en los arrullos de una tórtola, de ternura en las quejas de la curruca privada de sus pequeños, de fidelidad en el aullido del perro perdido, de valentía en el rugido del león y de intrepidez en el grito de la golondrina marina? ¿Acaso se nos inicia en los misterios que aprende el águila al otro lado de las nubes, de los secretos que lee su ojo soberbio en el disco resplandeciente del sol?
En su orgullo de autócrata, el hombre se sitúa en un mundo superior a todos los mundos; se aísla de los animales y con la excusa de que no le entienden, no les deja participar ni en sus trabajos ni en su pensamiento. Pero, podemos preguntarnos, ¿acaso este mismo hombre los entiende a ellos mejor como para permitirse destruir sus obras y su existencia como le apetezca? No creamos que toma estas actitudes por derecho propio sino más bien por la sed de dominación y por la terrible necesidad de vivir a costa de la muerte de los otros seres: esta necesidad es contraria a la justicia y su descubrimiento debe llevar pronto a su desaparición.
Cualquier vida es sagrada; describe a través del universo una enorme espiral que empieza en las piedras y llega hasta nosotros; –por lo menos es lo que sabemos hasta ahora–. Hubo un momento en la historia en que el mármol era la joya de la creación. Llegará un tiempo en que el hombre se verá superado por otras esferas de existencia. ¿Acaso conoce el momento en que se parará el proceso de las eternas transformaciones entre las que él no es otra cosa que un frágil eslabón? ¿Es capaz de afirmar que nunca se acabará?...
Que el hombre sea el recién llegado de entre los animales; que los supere en capacidad de reflexionar y de comparar sus actos; que pueda mejorar su destino y vivir conforme a las leyes de igualdad; que su organización sea la mejor de todas, me parece del todo evidente. Pero no haría falta analizar muy de cerca la fraternidad que existe entre nosotros para declarar que no nos consideramos absolutamente satisfechos del uso que hacemos de nuestra naturaleza de élite.
Pero de ahí a concluir en una especie de superioridad tan problemática que nos proporcione derechos y que considere de interés el destruir animales, deforestar montañas, secar los cauces de los ríos, esterilizar la tierra, cambiar los climas insalubres y de sustituir la abundancia, la fertilidad, la vida que la naturaleza hace surgir bajo nuestros pies en muerte, vacío y desierto: esto es lo que es falso, en lo que, además se complace el orgullo del hombre y que le convierte a la vez en la primera víctima de su vandalismo.
No nos privemos de los recursos que podamos obtener, no provoquemos que se vuelva, en contra nuestra, el arma tan peligrosa de la industria, no alteremos el orden de las cosas a no ser que nos sea absolutamente necesario y que tengamos repuestos para cubrir los espacios dejados por las ruinas que acumulamos diariamente a nuestro lado.
¿Acaso no parece un relato cómico el hecho de que el hombre vaya de revolución en revolución contra sus reyes a la vez que participa en el imperio absoluto que él mismo se ha atribuido sobre los animales para sacrificarlos sin ningún tipo de miramiento, sin ningún rastro de piedad?
“Oh asesino contra natura, si te obstinas en defender que esta misma naturaleza te ha creado para devorar a tus semejantes, seres de carne y hueso, sensibles y vivos como tú, apaga el horror que te producen estos horribles convites; mata tú mismo los animales, con tus propias manos, sin herrajes, sin machetes, destrózalos con tus uñas como hacen los leones o los osos; muerde este buey y despiézalo, hunde tus garras en su piel; come este cordero vivo, devora su carne todavía caliente; bébete su alma a través de la sangre: Tiemblas, no te atreves a sentir palpitar una carne viva bajo tus dientes. ¡Hombre detestable! empiezas matando al animal y después te lo comes como si lo mataras dos veces: no tienes suficiente; te repugna la carne muerta, tus intestinos no lo soportan, tienes que modificarla con el fuego, hervirla, asarla, sazonarla con drogas que la desfiguran; necesitas charcuteros, carniceros, cocineros, asadores, gente de todo tipo para hacerte olvidar el horror del crimen y vestirte con cuerpos muertos con el fin de que el gusto engañado por estos disfraces no rechace lo que le es extraño y saboree con placer cadáveres cuya visión ni su propio ojo sería capaz de contemplar”
–Así hablaba el mismísimo Jean-Jacques– (Rousseau, N.T.). Poseo un innato sentido de la justicia que los prejuicios debidos a la costumbre exasperan todavía más. Me imagino al hombre despojado de los medios de dominación que ha logrado sobre la naturaleza; me lo imagino desnudo, sin armas, sin la ayuda de los animales domésticos. En el universo se ha producido una nueva revolución; una raza superior ha sustituido a la nuestra; el hombre se halla ya en un segundo lugar entre los seres: esta hipótesis es absolutamente racional ya que las razas se suceden como las generaciones, ya que nada ni en el tiempo ni en el espacio se libra de la fuerza transformadora.
Así pues, de subsistir los espectáculos sanguinarios, llegará un momento en que el hombre estará en la arena como los toros que vemos hoy en día. En este momento, el “rey del universo”, abandonado, se acordará de su imperio y se arrepentirá de las crueldades que está expiando duramente. Ya que sólo reacciona por interés, que piense que quizás un día será sustituido por seres menos imperfectos y que les servirá para sus necesidades y sus deseos.
XVII
Me imagino España, tan favorecida por la naturaleza, fértil, voluptuosa, grande por sus faustos, después de una revolución que liberará el desarrollo de las pasiones humanas.
En este momento, la mano del pueblo actuará sobre unas estructuras demasiado estrechas en las que los privilegios secuestran obras de arte y ceremonias que pertenecen a todos. Bibliotecas, teatros, museos, circos, iglesias y monumentos públicos se convertirán en auténticos bazares artísticos accesibles a las masas. Cada uno podrá instruirse y recrearse. Los libros, los cuadros, las estatuas y las orquestas se repartirán profusamente. ¡Qué teatros, qué decorados! ¡Qué procesiones musicales y danzantes! ¡Qué numerosas corales! ¡Qué armonía, qué entusiasmo en este pueblo tan profundamente amante de la belleza! ¡Cuántas luces, esplendores y lujos! ¡Cuánta energía y alegría entre las nuevas generaciones! ¡Cuántas fiestas irán de la mano, precederán y seguirán al trabajo compaginado con esta multitud de atracciones!
Se recompensará, sostendrá y premiará el estudio por parte de todos ya que la ciencia y el trabajo contribuyen al bienestar general. No habrá más jóvenes autores muriendo en la miseria en un hospital ni pobres actores suicidándose porque les ha silbado un auditorio de burgueses. Se colmará de gloria y honores a los artistas y se les situará en el lugar que les corresponde en la sociedad. Los jóvenes trabajarán con ahínco para labrarse una reputación por todo el mundo. Se reconocerán y respetarán las opciones más diversas, no se las silenciará como hasta ahora. Y en este momento millares de grandes talentos continuarán la labor de la gloria nacional iniciada por Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Murillo, Moratin, Berruguete, Velázquez y García.
Y una vez que este pueblo haya disfrutado de todo esto, cuando sea consciente de los beneficios que aportan la conjunción de los intereses, de la atracción del trabajo, de la producción y del consumo libres de cualquier atadura, la diversidad de funciones y la justicia en lo que respecta al reparto de los bienes comunes; cuando llegue a este nivel, proponedle ver el impresentable espectáculo de una corrida de toros o de una procesión religiosa; intentad apasionarlo con un matador o una reliquia. Será en este momento cuando las corridas pertenecerán al pasado y las fogosas imaginaciones meridionales no deberán agotarse en las místicas figuras que les presenta el catolicismo y que intenta animar en vano a base de poesía y amor.
XVIII
El crimen, cualquiera sea su naturaleza, es la demostración de que existe una profunda división entre los seres. Este estado no existe en la naturaleza; es consecuencia de una mala organización general cuyos efectos aparecen, se desarrollan y desaparecen a la vez.
Si lo miramos de cerca, podemos observar que las corridas de toros se hallan en plena decadencia; amenazadas de desaparición en breve aunque nos deslumbren por el lujo que todavía despliegan. Al igual que la civilización, esconde bajo espléndidos oropeles su miseria y la inminencia de su desaparición.
La ciencia de la tauromaquia es considerada en nuestros días como salvaje y ridícula. El periodismo la denuncia por inmoral. También muchos españoles han desarrollado, a través de sus lecturas o de sus viajes, una completa animadversión hacia semejante carnicería. Hay mujeres que ya no se atreven a denominarse aficionadas como en el pasado, esto podría dañar su sensibilidad. También y finalmente, con una corrida por semana es suficiente para satisfacer las exigencias de la población e incluso hay escasez de matadores.
Hoy en día lo que atrae a los jóvenes a la función no es la pasión por el espectáculo de la muerte, sino más bien el desempleo, la curiosidad, la grandeza del espectáculo, la presencia de mujeres, el movimiento y el ruido. Sólo los castellanos de vieja alcurnia se apasionan ya por la lucha, la ven bien, la siguen de un lado para otro de manera impecable y se muestran implacables con las faltas que puedan cometerse. Pero las viejas generaciones pasan y las nuevas no tienen los mismos gustos, cada generación se lleva consigo sus gustos a la tumba.
La forma se armoniza con el fondo. A menudo una profunda transformación de las costumbres se debe a una sencilla reforma de los modos. Esto es evidente principalmente entre los pueblos del sur. En el momento en que encumbró su morena tez en el sombrero de copa británico y vistió su talle con los hábitos burgueses, España se comprometió a adoptar las costumbres pastorales y regulares del tendero europeo; desde este momento, destruyó la punta de su gran espada de combate; algunos años más tarde, construyó hipódromos, teatros italianos y franceses, cafés, conciertos y bailes igual de elegantes que los de las naciones civilizadas. Fue la juventud la que trajo estas diversiones del extranjero; fue ella quien puso toda su energía para hacerlos populares, es ella la que vive llena de actividad, esperanza, amor y futuro.
¿Significa que nuestras fiestas deben ser generales, grandiosas, animadas y alegres como lo eran la de nuestros antepasados? ¿Significa que no debamos denunciar las distracciones que les hacían felices? Ciertamente que no. Nosotros vivimos tristes, morosos, filosóficos, pacientes y tocados por un tedio endémico. En nuestro corazón habita un gusano que nos corroe y nos debilita. Somos hombres de transición situados entre unas sociedades del pasado menos dominadas de deseos y las sociedades de futuro más ricas en recursos.
Pero hay que ser lo que uno es. Una voz imperiosa domina a la humanidad en su camino plagado de espinas y la conduce hacia el agotamiento, hacia la muerte. Así pues: ¡Adelante! Y que se queden por el camino las corridas de toros así como los torneos, las arenas, las batallas y todos los juegos manchados de sangre.
XIX
¡Matador, verdugo, matarife de bestias, asesino por amor, conjunto de músculos, huesos y sangre revestido de bordados de oro y plata! No te hablaré ni de sensibilidad, ni de crueldad, ni del universo, ni de las relaciones de los seres entre ellos, ni de los derechos del hombre y los del animal, ni del principio de tu existencia y de la suya. ¡No sabes nada de todo esto; tu trabajo consiste en destruir para poder vivir!
Pero por todas las Españas circula un terrible proverbio que dice: “El mejor torero es el toro”: ahí reside la verdad, la que debe llegar hasta lo más profundo de tu alma vulgar. Aquellos que eran los más hábiles perecieron en la arena, tú acabarás como ellos de una cornada.
Y este público que silva, te aplaude, te paga y te considera como su juguete, este mismo público conjura contra tu vida, ya que tu muerte le producirá una emoción superior a todas las demás.
Anda, enderézate sobre la ardiente arena, ¡estás vendido! Cuando el gladiador combatía en el circo, cuando la virgen cristiana expiraba bajo las garras del tigre, había una razón, el amor a la patria, la independencia o la religión santificaban dicha muerte. Pero tú, trozo de carne comprada, morirás, como el toro de tus sacrificios, sin pena, sin que nadie vierta una lágrima.
Si por lo menos sintieras que en tu pecho late el corazón de un hombre. Si con la sangre te llegara una especie de revelación divina, un poco de ternura, entonces quítate este traje de histrión, echa lejos de ti esta espada ensangrentada y busca un trabajo que te haga útil a tus semejantes y no emplees más fuerzas en destruir lo que tú no sabrás reconstruir.
Presidentes de los Ayuntamientos de España, dejad de potenciar y autorizar con vuestra presencia tamañas carnicerías. Si la nación os confiere el mandato exclusivo de figurar, si esto forma parte de vuestro cargo: ¡Rechazadlo! Se engaña al pueblo y se puede engañar a uno mismo porque se trata de hombres capaces de equivocarse. Pero toda magistratura deja de ser honorable si la justicia le condena ciertas atribuciones que se toma. El colmo de la malicia humana reside en humillar a los gobernantes hasta el punto de hacerles cómplices de los actos más monstruosos y que encima los aplaudan.
Vosotras, hijas de esta tierra inmortal, mujeres de elegantes tallas, de movimientos ágiles, de largos cabellos negros, de miradas llenas de fuego; ternuras salvajes, traviesos orgullos, inocentes coqueterías, ¿acaso necesitáis la sangre para liberar vuestros fieros ardores? ¿No existen otro tipo de luchas más gratificantes por las que os movéis más a gusto? ¿No preferís ver cómo un hombre besa vuestros pies en vez de un toro mordiendo el polvo? ¿Acaso no preferirían vuestras manos de hada tender una escalera de seda que aplaudir los golpes del matador? ¿No valdría más que las exclamaciones que derrocháis en el circo las utilizarais con el amante que se muere por vosotras? ¡Todo esto está permitido, está bendecido, nos eleva por un momento de esta estancia de dolores para subirnos a los cielos!
El amor consuela, engrandece, eleva. La insensibilidad vanidosa agria, empequeñece y aplana la cabeza como la de la serpiente. La mujer apasionada confiere una vida nueva a su amante. La mujer insensible se hecha a reír ante la muerte del toro. El amor está plagado de luchas, de peligros, de obstáculos que lo convierten en apasionado para los corazones generosos. La carnicería de los toros es cobarde y sin peligros aparentes. Mujeres, ¡como Ángeles de la Guarda de la humanidad que sois, dedicaros a que la vida florezca y no vayáis a ver a los que sólo saben matar!
Tal como es la mujer, así es la nación. ¡Desdichado el país en el que sus más bellas hijas se sienten atraídas por las formas atléticas del matador! ¡Desdichado el país en el que las mujeres prefieren las emociones sangrientas a los profundos afectos de la vida cotidiana! Cualquier hombre les parecerá digno de desprecio, pequeño e indigno si no posee la fiereza del carnicero, sus vestidos brillantes, sus anillos en los dedos, una espada en la mano y la mirada de una rigidez inaudita. ¡Que estas mujeres adoren a un chulo, a un artillero, a un escudero, a un caballo, que se encierren con un macho cabrío! este animal puede hacerles las veces de un hombre ya que poseen todos los atributos de vigor y de belleza que buscan.
Pero el darse fuertemente las manos, los largos suspiros entre los que dos almas se intercambian el espíritu, el resplandor de lo alto, el verdadero, el eterno, el dios de las ilusiones y los sueños; estos amores que atraviesan los tiempos y los mundos, que se reencuentran a través de los siglos y las esferas, cada vez mayores, más etéreos y más suaves: ¡Ah! ¡No habléis de esto a las mujeres a las que la vista de los matadores enciende la carne y la sangre!
...¡Consiento todavía en ver morir a un toro; pero que se lleve consigo al último de los toreadores y que se acabe de una vez este circo de un extremo a otro de la Península !
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